Una de las tardes de agosto que la lluvia da tregua en la Ciudad de México, mi hijo y yo aprovechamos para visitar la exposición de Damien Hirst –empresario multimillonario y controvertido artista inglés– en el Museo Jumex. En contraste con la frescura del aire del exterior reverdecido por el temporal, las galerías nos deparan un encuentro mórbido con cadáveres, colillas de cigarro y animales y órganos conservados en formol, cuya palidez y consistencia reaparecen lo mismo en una cabeza de vaca despellejada con la lengua de fuera que en las entrañas de un tiburón toro rebanado con inquietante precisión por la mitad, conservado en un tanque de formaldehído. Ni los lienzos de lunares de colores y cerezos en flor ni los imponentes mosaicos de mariposas disecadas ni las resplandecientes piedras preciosas de ciertas piezas oponen resistencia a la desoladora monocromía de la carne muerta que persiste gracias a los ardides de la tanatopraxia que Hirst, y sus asistentes, sin duda, ejercen con una impresionante minuciosidad. Las instalaciones artísticas de gabinetes médicos e instrumental quirúrgico terminan por pesar irremediablemente del lado de la muerte.
Desde antes de entrar hemos sido apercibidos del potencial didáctico de Vivir para siempre (por un momento) –nombre de la exposición y oxímoron más bien fácil–. En la explanada del museo se yergue una estatua gigante de bronce de una mujer embarazada que evoca los modelos educativos de anatomía corporal: su flanco derecho muestra el tejido muscular y el feto en formación. El desollamiento sugerido de la estatua, que exhibe algunos filetes de carne levantada, adelanta ya la crueldad ejercida contra los especímenes por venir. A nosotros nos recuerda el dibujo de un cuerpo humano sobre el que mi hijo colocó pequeñas hebras de plastilina roja para representar los músculos en una tarea escolar.
Abordamos un elevador lo suficientemente grande como para transportar las peceras rectangulares de formaldehído que contienen los célebres animales embalsamados de Hirst. Apenas abrirse la puerta del elevador, nos enfrentamos a una pintura de puntos de colores. “¿Qué crees que parecen?”, pregunto a mi acompañante. Tras pensarlo unos instantes señala las delgadas líneas de pintura que chorrea bajo algunos lunares: “Son como globos”. A la derecha de este cielo moteado, hallamos un cuadro con una ristra de salchichas blanquecinas. Su color aguafiestas es el preámbulo de los despojos decorativos siguientes. Ante media vaca que flota simétricamente en el formaldehído, mostrando las vísceras, mi hijo se tapa la boca con ambas manos pasmado. A mí esa pieza me lleva treinta años atrás, a los llaveritos de plástico con caballitos de mar encapsulados que compraba en Acapulco. Una pared con un escaparate chapado en oro lleno de zirconias ocupa una pared entera de la sala: yuxtapuesto, otro de menor tamaño muestra hileras de pastillas de paracetamol que resaltan con un protagonismo mayor que el de las piedras preciosas. “Papá, y ¿por qué puso eso el artista?”, me pregunta. Entonces intento explicarle que muchas veces una cosa pequeña puede parecernos insignificante, aunque en realidad es una verdadera maravilla; el paracetamol tiene el poder de quitar el dolor, un don que la humanidad había anhelado por mucho tiempo. Agrego que probablemente el artista quería hacernos recapacitar en ese pequeño prodigio. Mi rudimentaria explicaciónsurte un efecto: a continuación, mi hijo empezará a interpretar las piezas para mí. Antes de descender al siguiente piso, pasamos por una vitrina de enormes insectos disecados, sus tonos no son menos deslumbrantes que los de las zirconias; un gabinete más de frascos, botellas y cajas de medicamentos (prácticamente un botiquín) nos despide del piso, retrovir, epivir, melformín, hivid, efamast, fersamal, precortisyl, asacol, sporanox, ibuprofen, phosohate, cordarone, imdur, monopril, mobic, fybogel, betnesol-n, floxin, prilosec, estratab, cyklokapron, colotac, augmentin, megace, theragran, percocet, tegretol, zantac, imura, losec, percutol, volumatic y otras promesas de salud.
En la siguiente galería, las hojas de bisturí que forman cristales de copos de nieve en un cuadro nos distraen: tardamos en percatarnos de la fotografía que cubre toda la pared, el detalle de miles de colillas de cigarro adquieren una plasticidad de inusitada hermosura. Pronto sentimos el aroma de un cenicero gigante lleno colillas reales que se propaga entre más tanques de tiburones y patos embalsamados en sus propias capsulas del formaldehído, cuyo color azul antiséptico combina con las blanquísimas monturas de acero de los tanques. Tropezamos en seguida con la que me parece una de las piezas más interesantes de la exposición: una exquisita paloma disecada en pleno remonte con cada pluma desplegada como en una pintura religiosas. “Parece un alma”, observa mi hijo; yo pienso en el Espíritu Santo muerto y en la Paz misma en su marco cúbico ante nosotros. Unos mosaicos de mariposas semejan los vitrales de una catedral gótica con igual imponencia. Como en un jardín, la disposición de las mariposas aúna lo natural y lo artificial con enorme belleza. Lo que menos llama nuestra atención es un gran disco giratorio de colores, montado en una pared. Hirst ha usado el mismo motivo en otras obras: en una habitación del hotel Palm Casino de Las Vegas, creada por Hirst, hay una mesa de billar con un diseño semejante. La lujosa suite tiene su propio par de tiburones embalsamados e inmobiliario con motivos de mariposas. Le pregunto a mi hijo si le gustaría quedarse en un cuarto de hotel con estas obras. Responde que con las mariposas no: algunas muy grandes se han metido de noche a la casa y le dan miedo.
En la última sala de la exposición nos topamos con la cereza del pastel: la icónica calavera fundida en platino, incrustada de diamantes y dientes humanos. Se me ocurre que una atracción semejante también estaría mejor en el lobby de un hotel de Las Vegas. Los oleos puntillistas de cerezos en flor de las paredes de la sala marcan un sutil contraste con la pieza que ha roto varios récords del mercado del arte. Hirst declaró que se inspiró en un cráneo azteca decorado con turquesas (exhibido el Museo Británico) para componerla.
Recuperados del embeleso que producen 8,601 diamantes, nos asomamos a la terraza de la sala donde algunas estatuas más cierran la muestra retrospectiva: un martirizado Santo Bartolomé de bronce con la piel colgándole como un zarape mexicano; un ángel de mármol que muestra las vísceras y parte del cráneo, y una suerte de Hombre Elefante de granito negro. Cada una resulta una (per)versión de la estatua gigante de la entrada –la cual es visible desde la terraza–: horror del cuerpo deformado por la naturaleza o despellejado por la tortura; especímenes artificiales que dan fe del carácter terrenal de lo divino.
“Papá, ¿cuándo podemos ir al acuario?”, me pregunta mi hijo al salir de la exposición ya de vuelta a la calle recién bruñida por la lluvia. Le respondo que vendremos la próxima semana. Se refiere al Acuario Inbursa, a unos cuantos metros de allí (otro sitio con nombre de marca comercial), donde antes hemos visto el espectáculo, tal vez más triste, de un tiburón en cautiverio. En tanto, yo me quedo pensando en las calaveritas de azúcar con ojos de purpurina y que incluso el oro se rompe y el plumaje más fino se desgarra y que, aunque he de morir, de ninguna manera viviré llorando.
19 de agosto, 2024